Sociedad

¿Podemos integrar a los musulmanes?

Peregrinos musulmanes en la Mezquita de La Meca (Arabia Saudita).

Peregrinos musulmanes en la Mezquita de La Meca (Arabia Saudita).APEXPANSION

Entre 2000 y 2004, la politóloga Carmen González Enríquez y la socióloga Berta Álvarez-Miranda dirigieron una investigación para evaluar la convivencia en los barrios de alta inmigración. España se encontraba entonces inmersa en uno de los episodios de acogida más intensos de la historia: en poco más de una década, los extranjeros censados aumentaron en cinco millones, pasando del 1,6% de la población en 1998 al 12,2% en 2010.

El estudio, elaborado a partir de entrevistas y grupos de discusión, reflejaba cómo la curiosidad e incluso la simpatía iniciales ante la llegada de unos pocos extraños se trocaban en temor a medida que su número crecía. "Estamos invadidos, de verdad", decía un vecino de Barcelona. "A la Rambla del Raval", apuntaba otro, "le tendrían que poner la Rambla de Morolandia".

Este desasosiego ante el cambio del paisaje humano se veía reforzado por un repunte "real y/o imaginario de la delincuencia" y, sobre todo, por pequeños roces en la convivencia. "A las 12 de la noche", se quejaba un nativo, "[te ponen] toda la música de su país, estoy del barrio hasta el mismísimo gorro, en verano no pegamos ojo".

"Es nuestra cultura", reconocía un ecuatoriano. "Nosotros bailamos y saltamos y, como los pisos son como de cartón, se escucha hasta lo que respiras. La policía llega cada dos por tres: que bajen el volumen, que ha habido protestas... En América las fiestas duran dos, tres días y nadie te dice nada".

A los recién llegados también les sorprendía la formalidad con que los españoles respetaban su turno en el ambulatorio o el mercado. "Cuando vas a comprar o coges el metro o el autobús, la gente hace cola y además nadie se la salta", comentaba admirado un marroquí. Y añadía: "Aquí no es como allí, que viene un militar y pasa el primero".

"En los grupos con autóctonos aparece una actitud de rechazo y hostilidad", advertían González Enríquez y Álvarez-Miranda. En el barrio madrileño de Ciudad Lineal, la mayoría coincidía en que existía un riesgo elevado de violencia. "Terminará así", decían con fatalidad refiriéndose a los disturbios racistas de El Ejido.

Pero lo cierto es que esos temidos brotes nunca se materializaron y el tono final del estudio era optimista. De las discusiones trascendía bastante "confianza en que las futuras generaciones no tengan dificultades de integración", gracias "al aprendizaje del idioma, la educación en el sistema español, la movilidad ascendente y la adaptación cultural".

En buena medida así ha sucedido. "La inmensa mayoría de los inmigrantes trabajan y viven en paz en Occidente", observa Héctor Cebolla, sociólogo de la UNED. "Inevitablemente, unos pocos se enganchan al wahabismo [una variante integrista del Islam], pero en términos cuantitativos suponen una fracción despreciable".

El problema es que la capacidad desestabilizadora de esos lobos solitarios es enorme. Y en una proporción considerable proceden de aquellas generaciones que no iban a tener dificultades de integración. "Casi la mitad del total de detenidos en España desde 2013 hasta el 15 de noviembre de 2015 por su implicación o presunta implicación en actividades relacionadas con el terrorismo yihadista son de nacionalidad española", escriben Fernando Reinares y Carola García-Calvo en un documento del Real Instituto Elcano. Adelhamid Abaud, el cerebro del 13N parisino, también se crio en Europa, en el barrio bruselense de Molenbeek. Y Sayed Farook, el responsable de la matanza de San Bernardino, había nacido en Illinois y estudiado en la Universidad de California.

Preguntas y respuestas sobre la inmigración

Reinares considera que "nuestras sociedades plurales y pluralistas" tienen un serio conflicto con "el acomodo de estos musulmanes autóctonos".

EL DILEMA DE LOS REFUGIADOS

"No podemos abrir las puertas a todo el que quiere venir", dice Juergen Donges, director del Instituto de Política Económica de Colonia. "Angela Merkel se equivocó al anunciar en septiembre la necesidad de acoger a todos los refugiados sirios. Muchos alemanes la aplaudieron y se abalanzaron a las estaciones de ferrocarril con mantas y bizcochos". Fue una conmovedora exhibición de solidaridad que Donges atribuye "un poco cínicamente" a la necesidad que sus compatriotas tenían de sentirse queridos. "Durante toda la crisis hemos sido los malos de la película y ahora la providencia nos ofrecía la oportunidad de redimirnos".

Se trató, sin embargo, de un arrebato pasajero. Dos meses después, en vísperas del congreso de la Unión Cristianodemócrata, la canciller tuvo que anunciar "una reducción perceptible" en el cupo de peticiones de asilo para desactivar un conato de rebelión en sus filas. Todavía insistió tímidamente en que el aislamiento no era "una opción razonable", pero admitió que "ni el Estado ni la sociedad pueden resistir un ritmo de llegadas como el actual".

Michael Ignatieff, el politólogo canadiense, coincide con Donges en que Merkel calculó mal el impacto de sus palabras. "Debe de haberse quedado alucinada de la velocidad con que la esperanza se propaga por las redes de la inmigración", cuenta en The New York Review of Books. "Cuando un fotógrafo de la revista Time pidió a los refugiados que le mostraran su posesión más preciada, muchos agitaron sus móviles". Ahora que los desplazados están tecnológicamente equipados, "encontrarán el modo de sortear cada barrera que se interponga en su camino".

Y estamos hablando de un auténtico tsunami. "Según las Naciones Unidas, unos 20 millones de individuos se habían visto forzados a huir al extranjero en 2014", dice Donges. "En Alemania los refugiados podrían rebasar el millón a finales de este año. No tenemos capacidad para absorber a tanta gente".

Para empezar, razona, la rigidez del marco laboral dificulta su incorporación al mercado. El principal modo de compensar sus notorias desventajas frente a la población local (ignorancia del idioma, falta de experiencia, carencia de títulos) es cobrar menos, pero ni la ley ni los sindicatos dan facilidades, lo que condena a muchos inmigrantes al "paro de larga duración o a la economía sumergida".

"Pero es que tampoco manifiestan clara voluntad de integrarse", sigue Donges. "Rechazan el divorcio, la igualdad de género o la homosexualidad, y algunos son muy intolerantes en materia religiosa. En Colonia ofrecieron albergar a un grupo de sirios en una iglesia protestante, pero se negaron porque dijeron que no podían pasar la noche en suelo infiel".

El economista Paul Collier explica en Exodus (Oxford, 2013) que la constitución de bloques culturales separados mina la confianza en los desconocidos, que es vital para que funcionen el capitalismo y el estado de bienestar. Las sociedades avanzadas, dice, dependen de "juegos de cooperación frágiles". Guardamos cola disciplinadamente en el consultorio porque los demás también lo hacen. Y entregamos a Hacienda una proporción considerable de nuestros ingresos a cambio de que haga un uso justo de ellos.

Pero si nadie respeta los turnos y percibimos que determinados grupos abusan de los servicios públicos, dejamos de cooperar. "A medida que la diversidad crece", argumenta Collier, "la cohesión disminuye y los ciudadanos se muestran menos proclives a sufragar los generosos programas de bienestar".

El historiador Niall Ferguson es todavía más pesimista. En un artículo titulado "París, víctima de la complacencia" asegura que la Unión Europea asiste hoy a "unos procesos extraordinariamente similares" a los que provocaron la caída de Roma. "Ha abierto sus puertas a los extranjeros que codician su riqueza sin [obligarlos a] renunciar a su fe ancestral". Por supuesto, "la mayoría viene con la esperanza de tener una vida mejor", pero "los monoteístas convencidos son una grave amenaza para un imperio laico", porque "tienen convicciones difíciles de conciliar con los principios de nuestras democracias liberales".

"Hace poco leí un paper titulado 'Barcelona o muerte", dice Antonio Argandoña, profesor del IESE. "Es la frase con que se despiden los senegaleses de sus padres. Muchos piensan que no sobrevivirán a la travesía, pero están tan desesperados que se meten en una patera y se echan al mar. ¿Cómo vamos a pararlos?"

La lógica económica que alimenta los flujos migratorios es tan arrolladora como esa desesperación. "En 2000", escribe el catedrático de Harvard Richard Freeman, "un mexicano con entre cinco y ocho años de escolarización ganaba 11,2 dólares por hora en Estados Unidos y 1,82 en México". Esa diferencia succiona literalmente a los hispanos al otro lado del río Grande.

¿Y por qué ganan tanto más? Porque su productividad se dispara. "Los naciones ricas son ricas porque están bien organizadas y las pobres son pobres porque no lo están", explica The Economist. "El obrero de una fábrica de Nigeria es menos eficiente de lo que podría serlo en Australia porque la sociedad que lo rodea es disfuncional: la luz se corta, las piezas de recambio no llegan a tiempo y los gerentes están ocupados peleándose con burócratas corruptos. Cuando el emigrante accede a un país rico, se beneficia de las ventajas del buen gobierno y el estado de derecho".

El derroche de talento que supone dejar a millones de individuos atrapados en economías improductivas no es una tragedia únicamente para ellos, sino para todo el planeta. "Las escasas estimaciones rigurosas que se han realizado de las pérdidas que ocasionan las barreras al movimiento de personas dejan boquiabiertos a los expertos", escribe el investigador Michael Clemens.

"Si el mundo desarrollado permitiera que la llegada de extranjeros expandiera su fuerza laboral en apenas un 1%", calcula el economista Alex Tabarrok, "la creación adicional de valor para esos emigrantes superaría toda la ayuda oficial".

Es mucho dinero (unos 135.000 millones de dólares en 2014), pero Tabarrok especifica claramente que sus beneficiarios serían "esos emigrantes". ¿Qué sucede con los que dejan atrás? ¿No descapitalizan las regiones que abandonan? Esa fuga de cerebros provocó en 1995 una dramática llamada de auxilio del Banco Mundial. "¿Puede alguien hacer algo para detener el éxodo de mano de obra cualificada de los países pobres?", clamó. El catedrático de Columbia Jagdish Bhagwati incluso propuso que se gravara a los emigrantes con un impuesto especial, cuya recaudación se destinaría a reparar el daño infligido a sus compatriotas.

Pero si ese daño existe es tan insignificante que nadie lo ha detectado. Lo que por el contrario si está probado es que la perspectiva de emigrar altera la estructura de incentivos. Millones de indios se hacen ingenieros con la esperanza de emplearse algún día en Estados Unidos, pero no todos lo logran. El resultado es que India acaba con un nivel de educación superior al que tendría si se detuviera el éxodo. "La emigración es un estímulo para la formación de capital humano, no la culpable de una fuga de cerebros", sentencian los economistas Oded Stark y Yong Wan.

"Cualquier pérdida que pudiera generar el emigrante la compensaría además con sus remesas", añade Lidia Farré, profesora de Economía Política de la Universidad de Barcelona. El volumen de estos envíos ascendió el año pasado a 583.000 millones de dólares, según el Banco Mundial. En algunos lugares, este capítulo de ingresos supone el 20% del PIB.

Queda claro, por tanto, que la emigración beneficia a los países emisores, pero ¿qué sucede con los receptores? Aquí circulan varios equívocos que conviene deshacer.

"Grandes cantidades de recién llegados someten a presión los servicios públicos", afirma Paul Collier. Esta creencia viene avalada por la casuística popular sobre las legiones de extranjeros que saturan los hospitales, las escuelas y las oficinas del paro, pero los nativos consumen más ayudas, según el Panorama de la Migración Internacional de la OCDE. En el caso de España, el montante de las trasferencias por hogar y ejercicio se elevó en 2009 a 2.244 euros para los inmigrantes y 6.814 para los autóctonos: más del triple.

Es verdad que los extranjeros pagan menos impuestos, pero así y todo el balance sigue siendo positivo. Una estimación de la Oficina Económica del Presidente cifraba el superávit en el 0,5% del PIB en 2005 y, hace dos años, la OCDE arrojaba el mismo dato para el periodo 2007-2009.

EFE

"El problema no es el Islam, sino una interpretación ultraortodoxa que se ha propagado gracias al dinero saudí y que resulta tan extraña en Marruecos como en España"

¿Significa esto que los inmigrantes son buenos para equilibrar las Presupuestos Generales? Tampoco. El mismo Panorama... refleja que a Francia le habían causado un déficit del 0,5% y a Alemania del 1,1%. "En el largo plazo", escriben sus autores, "no constituyen ni una carga insoportable ni una panacea para las cuentas públicas". En España, muchos confiaban en la llegada de extranjeros para neutralizar el efecto del envejecimiento, pero una simulación del profesor Javier Vázquez Grenno concluía que una entrada masiva como la experimentada a principios de siglo se limitaría a posponer la quiebra de la Seguridad Social. En su modelo, la sostenibilidad de las pensiones requiere, además de una admisión selectiva de inmigrantes jóvenes, que la jubilación se retrase y que las prestaciones se revaloricen menos que la productividad.

LOS INMIGRANTES NO TE QUITAN TU TRABAJO

El tercer equívoco es que los forasteros nos roban los puestos de trabajo. Este es un asunto en el que la experiencia española resulta especialmente iluminadora, porque la marea de inmigrantes no se repartió uniformemente por toda la geografía. Mientras en algunas regiones la población foránea llegó a representar una cuarta parta de la total, en otras casi no hubo. Libertad González Luna (Pompeu Fabra) y Francesc Ortega (Queens College) aprovecharon este experimento natural para determinar el comportamiento en unas y otras de los salarios y el empleo, y no hallaron ninguna diferencia relevante. "La inmigración no afectó ni a las remuneraciones ni a la tasa de paro de los nativos", dice González Luna.

"Es la misma conclusión que alcanzan los estudios realizados en Estados Unidos y el resto de Europa", señala Lidia Farré. "Los extranjeros no le arrebatan nada a los autóctonos porque no son sustitutos perfectos".

"Al principio, se ocupaban de las tareas que nadie quería, como la recogida de fruta de temporada o el servicio doméstico", coincide la catedrática de Economía del País Vasco Sara de la Rica. Pero ni siquiera cuando más adelante empezaron a desembarcar en sectores donde sí había trabajadores locales se produjo un perjuicio. ¿Por qué?

El profesor de la Universidad de California Giovanni Peri explica que en un modelo estático, en el que la inmigración impulsa la oferta de empleo mientras todo lo demás permanece igual, el resultado es un aumento del paro, una caída de los salarios o una mezcla de ambas cosas. Pero los recién llegados necesitan vivienda, comida, ropa... Esa demanda abre oportunidades de negocio para todos. Además, los empresarios aprovechan la abundancia de mano de obra barata para acometer nuevos proyectos. Y hay un desplazamiento de los nacionales a puestos de mayor cualificación. "Muchas mujeres que antes eran empleadas del hogar se hicieron cajeras", dice De la Rica. "Y los albañiles pasaron a dirigir cuadrillas".

Esta reasignación de tareas facilita una especialización que nos hace a todos más productivos. "El latino que cuida el césped del físico nuclear está contribuyendo indirectamente a desvelar los secretos del universo", escribe Tabarrok.

La experiencia española revela que la capacidad de absorción de las sociedades occidentales no es ilimitada, pero sí superior a lo que intuitivamente creemos. ¿Qué pasa, sin embargo, cuando el crecimiento se ralentiza?

"Los inmigrantes son racionales y se adaptan a las condiciones generales", dice Lidia Farré. "La prueba es que los flujos de entrada se han estancado, y no porque hayamos tenido éxito en su represión, sino porque ya no somos tan atractivos".

"Es verdad que ya no vienen tantos", matiza Carmen González Enríquez, "pero tampoco han regresado todos a pesar de la recesión. Incluso parados, muchos se encuentran aquí mejor que en sus lugares de origen, especialmente cuando comparamos el sistema educativo y la atención sanitaria".

"Si la inmigración reaccionara espontáneamente a las condiciones generales", añade Berta Álvarez-Miranda, "esas segundas generaciones tan atascadas que vemos en Bruselas y París no existirían". En el interior de sus banlieues se han gestado algunas de las peores masacres. ¿Por qué están tan atascadas esas generaciones? ¿Es culpa suya, es culpa nuestra? ¿Estamos ante mentalidades irreconciliables?

"La cultura tiene una importancia residual en la integración de los hijos de los inmigrantes", dice Héctor Cebolla. "Es un asunto que he estudiado a fondo. En mi tesis doctoral comparaba el rendimiento académico de los alumnos extranjeros y autóctonos en París y, una vez que se toma en consideración la renta, apenas hay diferencias. El problema no es la cultura, sino la exclusión".

Juan Carlos Rodríguez, sociólogo e investigador de Analistas Socio-Políticos, reconoce que la miseria es un posible caldo de cultivo de conductas antisociales, pero los parados europeos no se hacen de Al Qaeda. "En Estados Unidos", dice, "los italianos o los irlandeses se han integrado fácilmente porque poseen raíces similares, pero, ¿qué sucede cuando la distancia cultural es mayor? La convivencia se ve facilitada cuando se comparte un denominador común mínimo, algo más improbable en el caso de determinadas comunidades, como las islámicas. En el norte de Europa, bastantes ciudadanos tienen la sensación de que la llegada masiva de estos inmigrantes ha roto unos equilibrios sociales construidos durante décadas, y no tienen claro que se vayan a restablecer satisfactoriamente".

¿Se han vuelto nuestras sociedades demasiado diversas para resultar manejables, como mantiene Collier?

En los años 90 el politólogo Robert Putnam denunció en el artículo "Bowling Alone" ("Solo en la bolera") que los americanos habían ido reduciendo su participación en redes civiles (partidos, juntas vecinales, sindicatos, asociaciones de padres, incluso clubes de bolos) y que ello había socavado la confianza mutua (el "capital social") y ponía en peligro la democracia.

Basaba su conjetura en dos décadas de estudio de la política italiana. Putnam había descubierto que no había grandes diferencias institucionales entre el norte y el sur, entre Milán y Sicilia. "Aunque todos esos Gobiernos regionales eran idénticos sobre el papel, sus niveles de eficiencia variaban drásticamente", escribía. "La calidad [...] venía determinada por las tradiciones de compromiso cívico (o su ausencia). La participación electoral, la afiliación a coros y clubes de fútbol, la lectura de prensa eran las señas de identidad de las comunidades ricas. De hecho [...] lejos de ser un epifenómeno de la modernización socioeconómica, eran su condición previa".

Posteriormente, en E Pluribus Unum Putnam alertó de que había detectado un fenómeno similar en las comunidades multiétnicas de Estados Unidos. La falta de trato directo, decía, impedía el desarrollo de capital social y comprometía, por tanto, su viabilidad. Es lo que ahora sostiene Paul Collier. Y lo que llevó el Imperio romano al colapso, según Niall Ferguson.

Berta Álvarez-Miranda ha intentado evaluar hasta qué grado se ha reproducido este problema en las ciudades españolas que experimentaron una entrada explosiva de extranjeros. Sus conclusiones confirman que efectivamente "la diversidad étnica, a corto plazo, refuerza los procesos de pérdida de sociabilidad [...] y contribuye a la desconfianza en los desconocidos". Lo denunciaban tanto la población autóctona como la extranjera. "Yo creo que la convivencia en general es nula", se lamentaba un nativo. "Antes el barrio era un pueblo. Ahora vas del trabajo a casa y de casa al trabajo".

"Hay mucha prisa", coincidía otro, "lo sé por la tienda. Antes la gente se paraba a hablar aunque no compraran, pero ahora va todo muy deprisa. Y no te digo ya si vas al Carrefour, ahí somos como robots".

Un ecuatoriano era todavía más tajante: "Aquí nosotros no tenemos vida social, está aparcada hasta cuando regresemos a nuestro país".

"Estas pinceladas de evidencia cualitativa", escribe Álvarez-Miranda, "parecen dar la razón a la tesis de Putnam de que en las zonas étnicamente diversas [...] los residentes [...] pueden tender a aislarse".

Ahora bien, ¿pone en peligro la convivencia pacífica esta ausencia de trato personal? En realidad, en las economías avanzadas el capital social emana sobre todo del funcionamiento de las instituciones y del respeto de la legalidad. La gente no solo participa en los juegos de cooperación porque se fíe del vecino, sino también porque su violación se castiga, y los primeros en reclamar que así suceda son los extranjeros, porque lo que vienen buscando es ese orden.

Álvarez-Miranda cuenta que, cuando le preguntas a un marroquí por qué emigra a Europa, la primera respuesta es "para buscarme la vida" y la segunda, "por los derechos". Dos jóvenes que intentaron (sin éxito) cruzar el estrecho, la primera vez a nado y la segunda colgados de los bajos de un camión, justificaban los apuros sufridos alegando que "ahí tienen leyes". Y añadían: "Te juro que si nuestro país reconociera nuestros derechos no nos iríamos jamás".

La cohabitación no ha fracasado por completo. No vamos a asistir a un nuevo derrumbe del Imperio de Occidente, como vaticina Ferguson. Y la diversidad ha podido complicar el trato con los desconocidos, pero no está socavando los pilares de la vida civilizada, como asegura Collier. "Las encuestas no recogen una caída en los niveles de confianza generalizada en los países escandinavos, que son los que más inmigración han recibido", confirma Juan Carlos Rodríguez.

Sin embargo, la radicalización de algunos musulmanes refleja algo más que una mera disfunción social. Héctor Cebolla defiende que "Europa nunca fue una Arcadia ideal", "que ya generaba injusticias antes" y que simplemente "estamos reproduciendo los errores de siempre en personas con un trasfondo diferente". Pero ni los terroristas de las Torres Gemelas ni los de Londres eran víctimas especiales de la exclusión. "No hay una vinculación obvia entre el estatus socioecómico y ese tipo de violencia", señala Rodríguez.

¿Cuál es entonces la clave? ¿La religión? "Muchos estadounidenses", escribe el filósofo Jim Denison, "asumen que la democracia es incompatible con el Islam porque lo asocian con el mundo árabe", donde todo son satrapías. "Pero los árabes suponen un 18% de la comunidad de creyentes".

La nación musulmana más populosa, Indonesia, es una democracia, igual que Senegal o Bangladés. A lo mejor no son regímenes modélicos, pero en el Democracy Index que elabora The Economist Indonesia figura a la altura de México o Argentina, y Senegal y Bangladés quedan muy por encima de Ecuador, Perú o Bolivia. ¿Son los latinoamericanos y la democracia incompatibles? Nadie se lo plantea en serio. Atribuimos su mal gobierno a un diseño institucional deficiente, a la corrupción, a la lejanía de Dios y la cercanía de Estados Unidos, pero no a un antagonismo esencial, como a veces damos a entender de los musulmanes. Y parafraseando a Shylock, ¿acaso no tienen ojos? ¿Es que carecen de sentidos, afectos, pasiones? ¿No sangran cuando los pinchan?

La empresa demoscópica Gallup desarrolló entre 2001 y 2007 un gigantesco proyecto en el que mantuvo decenas de miles de entrevistas con ciudadanos de 35 países de mayoría islámica, y sus conclusiones no varían de las que alcanzan estudios similares en la Europa cristiana. Cuando a los musulmanes se les pregunta por sus aspiraciones, no mencionan la yihad, sino encontrar un trabajo mejor. Consideran que la tecnología y el estado de derecho son los mayores logros de Occidente y, en su mayoría, se muestran contrarios a que los imanes intervengan en la redacción de sus leyes fundamentales. "El problema no es el Islam", dice Cebolla, "sino una interpretación ultraortodoxa que se ha propagado gracias al dinero saudí y que resulta tan extraña en Marruecos como en España".

Detener su difusión no va a ser fácil. Algunas voces plantean cerrar la frontera a cualquier musulmán, incluida la diáspora siria, pero no es esa la peor gotera. "De los 859.629 refugiados admitidos desde 2001, únicamente tres han sido condenados por planear atentados", escribe el analista del Cato Alex Nowrasteh. "Estamos hablando de un intento de terrorismo por cada 286.543 refugiados admitidos". Como ironiza The Washington Post, "es más probable morir aplastado por un armario".

El verdadero peligro lo tenemos en casa. Son los Abaud y los Farook que se fanatizan mientras crecen en nuestras ciudades y estudian en nuestras universidades. "Conviene que los individuos se socialicen en los valores que sustentan la vida democrática", dice Rodríguez. "Esto siempre es complicado, pero lo es aún más si dejas que la inmigración acabe en barrios muy homogéneos culturalmente, donde esos valores no son tan predominantes".

Por desgracia, es lo que hemos estado haciendo. Berta Álvarez-Miranda lo denunciaba hace años en la obra colectiva Políticas y gobernabilidad de la inmigración en España. Su contribución fue un capítulo sobre "la acomodación del culto islámico" en el que se preguntaba si la "convivencia de corte multicultural" que se había puesto en marcha no podía "implicar aislamiento entre comunidades".

"La multiculturalidad ha caído en desgracia", admite Cebolla. "Se trata de una filosofía originaria de Holanda, donde se han organizado históricamente por religiones. Eran los pilares de la sociedad. Cada uno tenía su líder. El Estado no se relacionaba con los ciudadanos particulares, sino con la comunidad en su conjunto. Luego, este sistema se amplió a los inmigrantes, pero existe evidencia de que segrega más".

El otro gran modelo de integración es el asimilacionista de Francia. Allí todos los niños pasan por esa igualadora que es la escuela laica, lo que en principio debería haber facilitado su educación en el ideario republicano, pero los programas de vivienda social han acabado reagrupando a la población por credos. "Si los Gobiernos pretenden que esto no suceda, van a tener que ser bastante más competentes de lo que lo han sido hasta ahora", advierte Rodríguez.

"Si pudiéramos levantar un muro y que no entrara nadie, igual había que planteárselo", relexiona Antonio Argandoña. "Pero no podemos ni queremos". Desde el punto de vista económico, la inmigración es beneficiosa. "Aporta perspectivas distintas, nos lava la cabeza por dentro... Deberíamos saberlo, porque no es algo inédito. En los años 60, miles de andaluces fueron a Cataluña en busca de una vida mejor. Sabían que las condiciones de partida iban a ser duras, pero abrigaban la esperanza de una promoción posterior y, en la mayoría de los casos, esa expectativa se cumplió. Pasaron del campo a la construcción y de la construcción a la industria, se compraron un piso, mandaron a sus hijos a la universidad... Hoy están integrados en la sociedad catalana, y sus hijos aún más".

"Los que vienen ahora", le digo, "no son compatriotas, sino africanos y asiáticos, a menudo con una religión diferente".

"Lo sé, y justamente por eso nos corresponde hacer un esfuerzo mayor. Porque los necesitamos y porque van a seguir viniendo".

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